Tenía 21 años cuando le informaron que padecía un trastorno degenerativo llamado ELA (esclerosis lateral amiotrófica). Le dijeron que la enfermedad no tenía cura y que le quedaban dos años de vida. Murió, ante todo pronóstico, a los 76 convertido en un ícono de la ciencia. Vida de un hombre que intentó explicar el funcionamiento del universo y que hablaba moviendo una de sus mejillas
Una caída patinando sobre hielo no debería ser más que una anécdota olvidable, de esas que provocan bromas entre amigos. Pero ese día a Stephen Hawking no le fue fácil pararse en la pista luego del resbalón. Intentaba incorporarse sobre la superficie helada y no podía. Sus músculos parecían no responderle. Era como si hubiese perdido la fuerza necesaria para hacerlo. Otros tuvieron que ayudarlo a ponerse de pie.
Esto habría quedado en el archivo de la memoria si no le hubiesen pasado, en los días subsiguientes, otras llamativas torpezas. Como, por ejemplo, el hecho de que no estaba pudiendo atarse los cordones y que había tenido algunos tropezones absurdos.
Su padre Frank, preocupado, decidió llevarlo al médico. Fue sometido a una batería de exámenes durante dos semanas en el Hospital Saint Bartholomew. El diagnóstico fue demoledor. Lo que parecía una tontería no lo era. Stephen Hawking tenía un trastorno degenerativo neuromuscular llamado ELA (esclerosis lateral amiotrófica) que no tiene cura. La enfermedad afecta a las neuronas motoras que son las células nerviosas que controlan los músculos. Ellas se desgastan o mueren y eso ocasiona que la persona vaya perdiendo el control muscular voluntario. Con el tiempo, le dijeron al joven, no se podría mover.
Stephen Hawking tenía 21 años y le quedaban, según los especialistas, dos años de vida. Pero el joven no se dejó acorralar por la enfermedad, ni fue condescendiente consigo mismo. Por el contrario, a partir de conocer su fecha pronta “de caducidad” decidió aprovechar al máximo el tiempo y se exigió más esfuerzo que antes: enfocó su mente en descubrir el origen del universo. Se convirtió en un físico brillante y en uno de los científicos contemporáneos más prodigiosos.
Hoy se cumplen cuatro años de su muerte. También con esto sorprendió a todos: había sobrevivido 55 años a su fatal diagnóstico de ELA.
La coincidencia con Galileo
Stephen Hawking nació el 8 de enero de 1942 en Oxford, Gran Bretaña. Ese mismo día se cumplían trescientos años de la muerte de Galileo Galilei (astrónomo, ingeniero matemático y físico). El hecho podría pensarse casi como un designio divino, pero esto sería una afrenta a Hawking, quien no creía en Dios ni, como afirmó, en los “cuentos de hadas”. Consideremos, entonces, que constituye una pura y llamativa coincidencia.
Frank, quien ejercía como jefe de la división de parasitología del National Institute for Medical Research, y su mujer Isobel Walker -ambos eran graduados en Oxford- tuvieron dos hijas más y adoptaron a un hijo llamado Edward.
Al terminar el secundario Stephen le dijo a su padre que quería estudiar matemáticas. Frank quería que lo hiciera en el University College de Oxford, como él mismo lo había hecho, pero en ese momento no había un profesor de matemáticas en la institución. Debido a ello no estaban aceptando estudiantes de esa disciplina. Terminó por anotarse en ciencias naturales y consiguió una beca. Su vocación inicial cedió y se especializó en física. Se recibió en 1962.
Ese mismo verano inglés, poco antes de comenzar su doctorado en Cambridge, Stephen conoció en St. Albans, la ciudad donde vivían, a una chica inglesa que acababa de terminar el colegio: Jane Wilde. Empezaron a salir. El 8 de enero de 1963 Stephen la invitó a su cumpleaños. Jane recuerda: “A pesar de lo excéntrico que era, Stephen me gustó desde el principio. Los dos éramos tímidos cuando estábamos en presencia de otros, pero confiábamos en nosotros mismos cuando estábamos juntos”. Explicó divertida que los Hawking eran una familia muy especial. “En invierno Frank pasaba esquiando por delante de casa, camino al campo de golf”. También contó que se sentaban en la mesa a comer, cada uno con su libro, enfrascados en la lectura. Eran burlones con las convenciones y se consideraban unos “aventureros intelectuales”. Jane era, por el contrario, muy convencional y de convicciones cristianas. Al principio, se sintió desorientada.
Al poco tiempo de haber comenzado sus estudios doctorales y de ponerse de novio con Jane fue que ocurrió lo inesperado: la caída sobre el hielo.
El diagnóstico fue devastador, pero nadie contaba con la fuerza interna que demostraría Stephen. Eso no dependía ya de células nerviosas sino de algo intangible: su espíritu positivo.
Remar contra la corriente
Al comienzo de su enfermedad, Stephen se deprimió. Fiel a sus convicciones socialistas había pedido en el hospital una habitación compartida, con tanta mala suerte que el joven de la cama de al lado murió en sus narices. Fue para él una experiencia aterradora.
Sin embargo, al poco tiempo de salir de la internación con el diagnóstico colgando sobre su cabeza como una guillotina, todo cambió. El disparador fue un mal sueño. O bueno, según cómo se mire. En esos días de miedos e incertidumbre tuvo una pesadilla donde era condenado a ser ejecutado. En el mismo fragor onírico su mente hizo una pirueta y revirtió la idea negativa: “¡Me di cuenta de que había un montón de cosas valiosas que podía hacer si se me indultaba! Aunque una nube colgaba sobre mi futuro descubrí, para mi propia sorpresa, que estaba disfrutando de la vida más que antes”.
Contra todo lo que muchos pensaban, Stephen retomó su doctorado. Había decidido que no se dejaría vencer por las limitaciones físicas. El amor también siguió adelante con rumbo preciso. En 1965, él y Jane se casaron.
Jane dijo sobre aquella decisión: “Al principio, era impensable que alguien tan joven tuviera que enfrentarse a la perspectiva de su propia muerte. Éramos lo bastante jóvenes para pensar que éramos inmortales”. Cuando le preguntaron por qué se había casado con alguien que moriría en breve, respondió segura: “Por amor y… con la esperanza de que esa muerte no lo alcanzara tan pronto”.
En 1966 Stephen se doctoró en física teórica. La vida seguía. De hecho, con Jane, tuvieron a sus tres hijos: Robert en 1967, Lucy en 1970 y Timothy en 1979.
Una mente brillante en un cuerpo inmóvil
Jane fue durante dos décadas y media su soporte, su contención, su compañera. Gracias a ella Stephen pudo dedicarse a investigar, teorizar sobre el origen del universo y dar conferencias por el mundo. Sus traslados eran sumamente dificultosos y Jane era insustituible.
Stephen se centró en los llamados agujeros negros del universo. Con Roger Penrose, su colega de Cambridge, aplicaron un nuevo modelo matemático creado a partir de la teoría de la relatividad general de Albert Einstein para intentar dilucidar las incógnitas del origen del cosmos. En 1974 Hawking publicó un estudio sobre los agujeros negros del universo que sacudió a la ciencia y obligó a discutir a los científicos.
La explicación tradicional del agujero negro dice que es un objeto astronómico con una fuerza gravitatoria tan fuerte que ni siquiera la luz puede escapar de él. Pero Stephen propuso combinar la relatividad general de Eisntein con la mecánica cuántica y postuló que los agujeros negros podían emitir radiación (llamada hoy Radiación de Hawking). Por ello de “negros” tendrían poco porque perderían materia en ese acto que ocurre en lo que se llama “el horizonte de los sucesos del agujero”. Ese mismo año fue elegido miembro de la Royal Society. Con 32 años era uno de los científicos más jóvenes con semejante honor. El físico también se metió con la teoría del Big Bang, la explosión de una masa compacta de energía y materia que habría dado origen al universo. Una de sus afirmaciones más atrevidas fue considerar que la Teoría de la Relatividad General de Einstein implicaba que el espacio y el tiempo tuvieron un principio en el Big Bang y su fin en los agujeros negros.
Para seguir con sus logros, su libro titulado Una breve historia del tiempo, publicado en 1988, estuvo en la lista de best sellers del The Sunday Times por un tiempo récord, vendió más de 10 millones de ejemplares en el mundo y se tradujo a 40 idiomas. El hombre, confinado a una silla de ruedas, tenía una capacidad prodigiosa para elaborar teorías científicas.
Mientras estudiaba el universo Stephen también investigaba su propio cuerpo. Elucubró una hipótesis en la que sostenía que su variedad de ELA había sido causada por una deficiente absorción de vitaminas. Por eso, cuando su enfermedad empezó a impedirle tragar, se sometió a una estricta dieta sin gluten, sin lácteos, sin azúcar, sin aceites vegetales y sin alimentos procesados. Además, complementó su alimentación con suplementos diarios de vitaminas y minerales, incluyendo ácido fólico, vitamina B12, vitamina C, vitamina E, zinc y cápsulas de aceite de hígado de bacalao. Estaba decidido a mejorar su pésimo pronóstico.
Hacia 1985, la enfermedad dio un zarpazo más, alcanzó su garganta. Estaba en Suiza cuando contrajo neumonía. Tan grave se puso la cosa que los médicos sugirieron retirarle el soporte respiratorio. Jane se negó rotundamente y logró que fuera trasladado a Londres. Allí los médicos británicos tuvieron que practicarle una traqueotomía que le arrebató completamente el habla.
A partir de entonces sólo pudo comunicarse con un sintetizador. Su voz metálica no lo desmoralizó: escribió otros siete libros y siguió publicando artículos e impartiendo conferencias.
Stephen ya había perdido el uso de sus extremidades e incluso la fuerza del cuello para mantener erguida la cabeza. Su movilidad era escasa y la silla de ruedas que utilizaba estaba controlada por una computadora que manejaba con leves movimientos de su cabeza y de sus ojos. Atrapada en su cuerpo, su mente siguió hiperactiva.
Una pareja de cuatro
La vida en común con Jane no era fácil. A medida que Stephen fue perdiendo movilidad, las cosas se fueron complicando. Jane contó que, al principio, una de las batallas fue lograr que Stephen usara una silla de ruedas: “Me movía con Stephen sujeto de un brazo y una bebé en el otro… mientras otro niño corría detrás. Era desesperante porque si el pequeño salía corriendo yo no podía perseguirlo”. Además de ocuparse de sus hijos, Jane tenía que bañar, vestir y dar de comer a su marido. Una amiga le sugirió que se acercara al coro de la iglesia local para distraerse. Allí conoció a Jonathan Hellyer Jones, quien era organista y acababa de quedar viudo hacía un año. Rápidamente él y Jane se volvieron confidentes. Ambos atravesaban situaciones complejas y mutuamente se consolaban.
A esta altura, ella sentía que hacer el amor con su marido era una experiencia “aterradora y vacía”. Su deseo ya no existía porque su pareja “tenía las necesidades de un niño y el cuerpo de una víctima del Holocausto”. Según Leonid Mlodinow, amigo personal de Stephen Hawking y autor del libro Memoria de una amistad, esas fueron las exactas palabras de Jane.
Stephen, por su lado, pensaba que no podía impedirle a Jane tener un amante. Después de todo, ella tenía derecho al amor romántico. Casi podría decirse que alentó el romance. Aceptó que Jonathan se mudara al departamento de la familia. Jane decía amar a ambos y no quería dejar solo a Stephen, quien a su vez había comenzado una relación con su enfermera Elaine Mason. La pareja era ya un cuarteto.
En sus memorias el científico explicó: “Nuestro tercer hijo, Tim, nació en 1979. Después, Jane se deprimió más todavía. Yo temía morir en breve y quería que alguien mantuviera a ella y a los niños y, además, se casara con ella cuando yo ya no estuviese. Debí oponerme, pero también creí que me moriría pronto y sentí la necesidad de que alguien se ocupara de los chicos cuando yo faltase”.
Jonathan terminó convertido en parte de la familia. A tal punto que muchos especularon que podría ser el padre biológico de Timothy, el hijo menor del matrimonio Hawking. Pero Jane y Stephen siempre lo negaron.
Jane también justificó el armado de esa rara familia: “No había otra alternativa que seguir adelante. Me sentía comprometida con Stephen y no creía que pudiera arreglárselas sin mí. Quería que siguiera haciendo su maravilloso trabajo y que los niños tuvieran una familia estable, así que seguimos juntos”. Años después expresó: “Sin Jonathan me hubiese hundido. Estaría en el fondo de un río o en una institución mental”.
Pero la relación con tantos integrantes resultó complicada. Al final, las tempestades domésticas arreciaron con esa moderna idea de convivencia. Los celos y la pérdida de la intimidad en un espacio reducido escribieron el guión perfecto para el desastre.
Stephen confesó: “Fui sintiéndome más infeliz por la relación cada vez más estrecha que existía entre Jane y Jonathan”.
Además, habían desatado feroces críticas en el mundo exterior. Como era previsible, ese andamiaje se desmoronó y todo se fue al diablo.
Golpes, fractura, insolación: el genio maltratado
En 1990 Stephen decidió irse y se mudó a otra casa con su enfermera Elaine Mason. La relación prosperó y cuando se concretó el divorcio de Jane, en 1995, Stephen y ella se casaron legalmente.
Esta nueva pareja sería muchísimo más compleja que la anterior. En los años que pasó con Elaine, el científico fue objeto de muchos maltratos.
Según Jane, la nueva esposa de su ex era “controladora, manipuladora y mandona”. Stephen terminó varias veces en el hospital con moretones, arañazos en la cara, cortes en el cuerpo y el labio partido. Una vez Elaine lo dejó en la silla de ruedas al rayo del sol en el día más caluroso del año. Obviamente, Stephen se insoló.
Elaine tenía brotes de furia frecuentes durante los cuales atacaba a su indefenso marido. En uno de esos episodios le habría roto una de sus muñecas. Esto se sumó a las humillaciones a las que solía someterlo cuando no le alcanzaba a tiempo la botella para hacer pis, lo dejaba mojarse entero y lo abandonaba largo rato en esas condiciones.
Las cosas llegaron a tal punto que, en 2004, Lucy Hawking, hija de Jane y Stephen, denunció a Elaine por maltratos. Pero la víctima, como suele suceder en estas cuestiones, negó los hechos y el caso se cerró.
Los amigos de Stephen también observaban abusos. Pocos tenían acceso a la nueva vida del genio. Elaine, a quien muchos llamaban “el monstruo” o “la pesadilla”, no permitía visitas.
Por suerte, el divorcio se concretó en 2006. “He sido su esclava durante los últimos veinte años. Ya está, ya no puedo más”, declaró Elaine cuando se separaron.
El genio quedó al cuidado de otra enfermera llamada Patricia Dowdy, quien ya estaba trabajando para él desde el 2002. Tampoco esta vez las cosas irían bien.
Final cuasi feliz
El deterioro físico era tal que el ritmo de Stephen para poder comunicarse se enlentenció mucho. En 2006 sólo podía decir una palabra por minuto y apenas podía mover una de sus mejillas. Igual, seguía investigando y trabajando como profesor de matemáticas en la Universidad de Cambridge y como director de Investigación del Centro de Cosmología Teórica de la misma institución.
En 2007 cumplió uno de sus sueños. Se dio el gusto de experimentar la gravedad cero durante un vuelo a bordo de un avión Boeing 727 modificado y propiedad de la compañía Zero Gravity.
A fines de 2011, el científico solicitó ayuda técnica a la compañía norteamericana Intel para que intentara mejorar el sistema predictivo de palabras con el que se manejaba. En 2014, luego de tres años de trabajo, los ingenieros de la empresa le presentaron la silla computada que habían creado especialmente. Con este nuevo dispositivo aumentaron diez veces la rapidez para comunicarse de Stephen. El sensor que tenía en la mejilla era detectado por un dispositivo instalado en sus anteojos lo que le permitía seleccionar los caracteres de su computadora que, además, tenía una aplicación predictiva de alta calidad. Hoy el sistema llamado ACAT está disponible para los más de tres millones de personas que en el mundo sufren este mal.
Por esa época, Jane publicó un nuevo libro de memorias que tituló Hacia el infinito donde contaba la parte difícil de la vida con Stephen y lo vanidoso que podía resultar su ex marido. En este libro se basó la película La teoría del todo, protagonizada por Eddie Redmayne y Felicity Jones. Cuando se estrenó, en septiembre de 2014 en el Festival de Toronto, tanto Stephen como Jane quisieron acudir juntos.
Fueron escoltados por sus tres hijos. La imagen de la reconciliación familiar dio la vuelta al mundo.
En 2016, la enfermera Patricia Dowdy dejó de trabajar para Stephen Hawking cuando la familia del científico la denunció por conductas inapropiadas. Las autoridades empezaron a investigar. Las acusaciones a esta mujer que lo cuidó durante quince años eran gravísimas y se mantuvieron en secreto.
En 2019, Dowdy, de 61 años, fue inhabilitada de por vida para el ejercicio de su profesión. Su paciente había muerto un año antes. La decisión la tomó el Consejo de Enfermería y Obstetricia del Reino Unido, el ente que regula la actividad. ante la gravedad de sus faltas. Se la acusó de deshonestidad económica, de no estar calificada para la tarea y por no haberle otorgado a Stephen los cuidados mínimos.
Quedó flotando la duda de si los arañazos y golpes atribuidos a Elaine años antes no podrían haber sido obra de Patricia. En fin, lo cierto es que la total dependencia de los demás le jugó horribles pasadas al genio del cosmos.
Salir del planeta Tierra para sobrevivir
Stephen Hawking era de ideas disruptivas. Entre otras cosas dijo: “La raza humana tendrá que salir de la Tierra si quiere sobrevivir”; “es el momento de explorar otros sistemas solares. Expandirnos puede ser lo único que nos salve de nosotros mismos” y “solo somos una raza avanzada de monos en un planeta menor de una estrella mediocre. Pero podemos entender el Universo: esto nos convierte en algo especial”. Por otro lado, sostuvo que “si los extraterrestres nos visitan algún día, creo que el resultado será parecido a cuando Cristóbal Colón desembarcó en América, un resultado nada positivo para los nativos”. Sobre su discapacidad expresó: “Nadie puede resistir la idea de un genio lisiado” y “no puedes permitirte estar discapacitado en espíritu a la vez que físicamente (…) la gente no tendrá tiempo para tí si siempre estás enfadado o te quejas”. Aseguró que la muerte no era algo que lo aterrara especialmente porque “vivo con la perspectiva de una muerte temprana desde hace 49 años. No tengo miedo a morir, pero tampoco tengo prisa”.
En la trinchera de la enfermedad conservar el humor fue una de sus valiosas armas: “Puedes perder toda la esperanza si no puedes reírte de tí mismo y de la vida en general”. Con su característica acidez bromeó: “Me he dado cuenta de que incluso las personas que dicen que todo está predestinado y que no podemos hacer nada para cambiar nuestro destino, siguen mirando a ambos lados antes de cruzar la calle”.
El universo nos regaló más tiempo del esperado con Stephen Hawking. Murió el 14 de marzo de 2018 a los 76 años habiendo logrado desafiar, con su cuerpo y con su mente, las leyes de la ciencia.
Post scriptum:
En 2020, dos años después de su partida y en medio de la pandemia, su colega el físico Roger Penrose ganó el Premio Nobel de Física (compartido con dos astrónomos más). El galardón lo obtuvo con gran parte de los trabajos que había hecho con Stephen Hawking.