Los datos dicen que fue creada por el ingeniero francés Louis Réard, pero eso es falso: al traje de baño de dos piezas lo impuso la sensualidad de Brigitte Bardot en una playa de Cannes. El devenir de un pedazo de tela quera considerado escandaloso por la Iglesia y que se popularizó solo por el desenfado ingenuo de una mítica actriz
La historia dice que a la bikini la inventó el ingeniero francés Louis Réard y que el 5 de julio de 1946 la stripper Micheline Bernardini la lució en público por primera vez. Pero es mentira: a la bikini la inventó Brigitte Bardot en una playa de Cannes durante el Festival de Cine de 1953. Un dos piezas floreado y en strapless para una belleza de otro mundo.
Y de alguna manera, esa prenda la inventó también a ella. Venía de rodar Manina, la chica del bikini (1952), su segunda película, donde desafió todas las convenciones de la época en un traje de baño blanco de dos piezas. Y volvería a transgredirlas cuatro años más tarde en Y dios creó a la mujer, que presentó en 1956 junto a su marido de entonces, Roger Vadim, que la transformaría para siempre en un sex symbol. Filmada en las arenas de St. Tropez, ese film también convirtió al balneario más exclusivo de la Costa Azul en la capital internacional del bikini.
La verdad es que hay registros de mujeres realizando actividades atléticas en trajes de dos piezas desde la época prerromana, que incluso se vieron reflejadas en obras de arte como el mosaico de “Las chicas en bikini”, y la diseñadora americana Claire McCardell ya había cortado las partes laterales de un traje de baño estilo maillot en 1934. Pero la posguerra trajo escasez de telas y también liberación femenina: la ropa de las mujeres tenía que ser cómoda y práctica como lo dictaba Coco Chanel desde hacía décadas, y al mismo tiempo el New Look traía de vuelta la coquetería. Ava Gardner, Lana Turner y Rita Hayworth comenzaron a marcar tendencia en Hollywood, y Esther Williams recortó su traje de sirena. El diseñador Jack Heims decidió vender en su tienda de artículos de playa de la Riviera francesa un diseño minimalista de dos piezas: lo llamó “Átomo”, la parte más pequeña que existe en la tierra.
Era mayo de 1946, y al mismo tiempo, Réard, que estaba encargado de la lencería de su madre cerca del Folies Bergères, en París, también tuvo una inspiración bélica para volver la prenda aún más diminuta. El mensaje implícito no era nada sutil: las mujeres que se atrevieran a usarla eran bombas sexuales. Bautizado en nombre del atolón de Bikini, donde acababan de realizarse las primeras pruebas de la bomba atómica, el diseño de Réard –que había visto cómo las mujeres se doblaban los trajes de baño cuando tomaban sol para conseguir un mejor bronceado– mostraba por primera vez el ombligo y fue considerado escandaloso por la Iglesia y los medios tradicionales.
Tanto, que cuando el ingeniero quiso promocionar su invento con modelos profesionales, no logró que ninguna aceptara el trabajo. Por eso tuvo que contratar a Micheline Bernardini, una bailarina nudista del Casino de París. La bikini fue presentada al público el 5 de julio de 1946 en la piscina pública Molitos de París. La impresión por el ombligo descubierto se llevó todos los títulos.
En 1951, el primer concurso de Miss Mundo estuvo a punto de ser llamado Miss Bikini. Las concursantes lo usaron en la pasarela, y la ganadora recibió su título cubierta apenas por esa prenda, pero generó polémica: la bikini se prohibió en varios países (que además retiraron a sus delegados) y el certamen tuvo que cambiar de nombre y hasta fue condenado por pecaminoso por el Papa Pío XII. La sueca Kiki Hakkanson sería la primera y última Miss Mundo en ser coronada en un dos piezas. Reárd, por su parte, inició una campaña para convencer al público de que usar su creación no era tan vulgar como parecía entonces.
Pero fue la sensualidad desbordante de Bardot la que consiguió que, primero las europeas, y después el resto de las occidentales, abrazaran la tendencia. ¿Quién no iba a querer verse como ella?
Recién después de 1959, el diseño apareció en la portada de la revista Playboy y en la de Sports Illustrated, pero para entonces Brigitte ya era la embajadora internacional del bikini. Se paseaba por su casa de St. Tropez, La Madrague (la misma de la canción), con el conjunto diminuto, junto a invitados como Jean-Paul Belmondo y Alain Delon; todo el estilo de los tempranos sesenta concentrados en una terraza con vista al mar: jóvenes, perfectos y sexuales como nadie lo había sido jamás antes.
Las fotos se repiten: Bardot arreglando las flores de su jardín, Bardot con el pelo semirecogido o levantado en un rodete desprolijo, Bardot en la playa privada del Hotel Carlton de Cannes, Bardot en el refugio de Buzios donde hoy lleva su nombre un paseo y es recordada con una estatua de bronce, Bardot con el flequillo apenas abierto que copiamos durante generaciones, Bardot con escote corazón y escote halter, siempre en bikini, con un cigarrillo en la mano como único accesorio.
La historia de la moda en trajes de baño se puede recorrer junto a la de ella. De la silueta armada de mediados de los cincuenta a los tan parisinos de tiritas con rayas marineras. Y claro, su modelo estrella: los de escote balconette que al otro lado del Atlántico popularizaba Marylin, con aro para levantar el busto y el género justo para taparlo apenas por arriba del pezón. Hasta ese pedazo diminuto de tela parecía pesarle a su cuerpo: quizá la imagen más sexy de la mujer más sexy que pisó el planeta sea en St. Tropez en 1960, dorada, sonriente y boca abajo, con una monokini rosa y de volados que le deja media cola afuera.
Se adelantaba casi una década a lo que iba a volverse parte de la lucha por los derechos de la revuelta de Mayo del 68: para las francesas de clase media ilustrada, la defensa de la semidesnudez en las playas fue un baluarte en la batalla cultural contra la sociedad conservadora y los adalides de la tradición, la familia y la propiedad, que aseguraban que el topless iba a asustar a los niños. Cuando finalmente en 1970 el gobierno de George Pompidou se negó a prohibir su uso en los balnearios, las monokinis pasaron a ser un símbolo del verano francés y Bardot con ellas, claro.
Y es que hasta el dictador español Francisco Franco había cedido al encanto de los nuevos trajes de baño femeninos, con tal de popularizar el turismo en Benidorm. Convencido por el entonces alcalde de ese destino soñado en la costa del Mediterráneo, el tirano legalizó el bikini y las españolas se abrazaron a esos retazos mínimos en nombre de la libertad. Al morir Franco en 1975, las playas de la Madre Patria también dejaron atrás el corpiño.
En los Estados Unidos, el gran impacto llegó de la mano de una Úrsula Andress que emergía de las olas con un modelo en blanco roto anudado al frente y con un cinturón ancho en la parte de abajo para cargar la cuchilla de Honey Rider, la primera chica Bond de todos los tiempos, en El satánico Dr. No (1962). ¿Cómo no iba a enamorar a Sean Connery y a los miles que colgaron su póster en cuartos, vestuarios y talleres de todo el mundo? Dos años después, Raquel Welch enfundada en una bikini de gamuza en One Million Years B.C. (1966), la impuso como el look definitivo de la década.
Pero la responsable de exportar el dos piezas a América del Sur, tampoco fue otra que BB. Cuando descubrió las playas de Buzios en los sesenta junto a su novio del momento, el playboy marroquí Bob Zagury, el país del carnaval adoptó la forma de sus trajes de baño, mucho más insinuantes que los que acostumbraban a usar hasta entonces. Jobim le había compuesto Garota de Ipanema a una morena en bikini, pero esa pieza todavía no mostraba el ombligo. La llegada de Bardot causó una pequeña revolución: las cariocas más audaces se animaron por ella a pasearse en sus hoy clásicas microbikinis por Leblon y Copacabana.
Por esos años, el cantante estadounidense Brian Hyland rompió los charts con el hit Itsy Bitsy Teenie Weenie Yellow Polkadot Bikini -que luego se traduciría al español como Bikini a Lunares Amarillos-. Contaba en tres versos la historia de lo que podía pasarle a cualquier chica de la época que se compraba el traje de baño de moda, pero después no se animaba a salir de la casilla del parador en donde se había vestido. La protagonista de la canción lograba sentarse en la playa envuelta en una manta y cuando al fin entraba al mar a darse un chapuzón, quedaba azul de frío, con el agua hasta el cuello, con tal de evitar las miradas.
De ahí en más, el bikini ganó popularidad gradualmente hasta convertirse en la prenda que separaba en las playas occidentales a las niñas de las señoritas. La historiadora de la moda francesa Oliver Szilard, lo explicó con claridad: “La emancipación del traje de baño siempre se ha relacionado con la emancipación de la mujer.” Si el bikini se convirtió en la prenda de playa más popular del mundo fue gracias al empoderamiento de las mujeres. A la par, impulsó un negocio millonario: su uso requería también de cera depilatoria para el cavado y del desarrollo de mejores protectores solares.
Pero la liberación, como el bikini, también cambia de forma con cada avance. Lo que para las francesas de los ‘60 representaba liberarse de las ataduras patriarcales, para algunas de sus compatriotas de principios de este siglo comenzó a ser visto como el disfraz de la cosificación.
El historiador Christophe Granger escribe en Cuerpos de Verano: una historia social de la playa y el cuerpo en Francia (2009) que, mientras las feministas de la segunda ola defendían al topless como parte del derecho a la autonomía sobre el propio cuerpo, para los valores actuales encierra problemas diferentes, como la sexualización y la presión por verse de acuerdo a estándares de belleza inalcanzables. “Ya no se trata tanto de mujeres que se sienten libres y cómodas, sino que se asocia al culto del cuerpo, donde no se toleran imperfecciones”, dice.
La discusión pasó a mayores hace una década, cuando la nacionalista de extrema derecha Marine Le Pen comparó en un afiche contra la inmigración a las típicas francesas despreocupadas en topless -la imagen de su amiga BB como la apoteósis- con las musulmanas que “invadían” la riviera con sus burkinis. Como si faltara algo para demostrar que la prenda más pequeña del guardarropas femenino es quizá también la más política.
Hoy las mujeres modernas de todo el mundo suelen reservar el topless para escenarios más resguardados, y aunque la bikini se reinventa cada año, muchas optan otra vez por los trajes de baño enteros. Pero la imagen definitiva sigue siendo Manina, la adolescente virginal del sueño de Willy Rozier -cuando se rodó, BB aún era menor de edad y tuvo que pedirle autorización a sus padres para participar de la película-, la misma que inspiró a Simone de Beauvoir a escribir el célebre texto Brigitte Bardot y el síndrome Lolita.
“La mujer adulta habita ahora el mismo mundo que el hombre, pero la mujer-niña se mueve en un Universo al que no tiene acceso –escribe la autora del mayor clásico de la literatura feminista–. La diferencia de edad restablece entre ellos la distancia necesaria para el deseo. Al menos es lo que esperan quienes crearon a la nueva Eva mezclando el fruto inmaduro con la ‘femme fatale’. […] Brigitte Bardot es el más perfecto espécimen de estas ninfas ambiguas. Visto de atrás, su cuerpo esbelto y fibroso de bailarina es casi andrógino. La feminidad triunfa en el encanto de sus pechos. Sus largas y voluptuosas trenzas de Melisanda flotan sobre sus hombros, pero su peinado tiene la negligencia de un niño abandonado. La línea de su boca forma un pescadito, casi infantil, y al mismo tiempo esos labios son muy besables. Anda descalza, no le interesa la ropa elegante, ni las joyas, ni el maquillaje, ni los perfumes; ningún artificio. Y sin embargo su andar es lascivo y un santo le vendería su alma al diablo sólo para verla bailar”.
Si todo eso cabía en un triángulo de tela atado con descuido sobre las caderas y caído más allá de lo que permitía el pudor, si hasta parece creado para acompañar las curvas de sus iniciales, ¿cómo darle los créditos a Heims o a Réard, si la bikini jamás se habría popularizado de no ser por el desenfado ingenuo de la mítica Brigitte Bardot? Como escribe Beauvoir: “Ni perversa, ni rebelde, ni immoral, por eso la moralidad no tiene ni una oportunidad con ella. El bien y el mal son parte de las convenciones a las que ni se le ocurriría obedecer”. Si todo eso cabía -y cabe- en una bikini, lo aspiracional, lo impuesto y la valentía para librarnos de todo eso, ¿cómo no iba a convertirse en la prenda más política de la historia?