Una investigación sobre las evidencias científicas y estudios epidemiológicos existentes sobre el COVID persistente, concluye que su alcance podría estar sobredimensionado y que sus síntomas podrían estar asociados, en muchos casos, a otras patologías que no estarían siendo tratadas.
EFE
Las conclusiones de esta revisión científica, realizada por investigadores de Dinamarca, Estados Unidos y el Reino Unido y publicada en la revista BMJ Evidence-Based Medicine, apuntan a la necesidad de una definición más clara de qué es el COVID persistente, y de estudios de control y seguimiento de casos mejor diseñados y en una escala de tiempo mayor.
Los investigadores llaman la atención sobre el hecho de que no haya un consenso entre las principales organizaciones internacionales a la hora de definir qué es el COVID persistente, y consideran que las descripciones usadas son muy generales.
Por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud considera que una persona sufre COVID prolongado cuando, tres meses después de haberse contagiado, padece síntomas de la enfermedad y estos se mantienen durante más de dos meses; mientras que la agencia nacional de salud pública de Estados Unidos (CDC, por sus siglas en inglés) se refiere a quienes tienen síntomas durante cuatro semanas tras haber transcurrido el periodo inicial de infección.
En el presente estudio, los autores han definido el COVID persistente como un síndrome o síntomas individuales que pueden considerarse secuelas directas del virus, SARSCoV-2, y duran al menos 12 semanas.
Otro de los errores a la hora de hablar de COVID persistente, según los autores, es referirse a él como una enfermedad crónica, ya que “los síntomas mejoran con el tiempo, aunque algunos tardan en desaparecer”.
Insisten, además, en que algunas de las patologías asociadas al COVID persistente, como el síndrome post-UCI -debilitamiento y fatiga tras pasar por cuidados intensivos- son comunes a quienes padecen otros virus respiratorios como la neumonía grave.
Los investigadores hablan de una “llamativa” ausencia de grupos de control y seguimiento de pacientes con COVID persistente en el tiempo para entender mejor esta patología.
Citan una revisión reciente de los estudios epidemiológicos de COVID persistente, en la que se pone de manifiesto que solo en un 11% de las investigaciones (en 22 de 194) hubo grupos de seguimiento. Entre ellos, un 45% de los afectados mantenían algún síntoma cuatro meses después de contagiarse, pero esta revisión no valoró la existencia de esos síntomas entre los no infectados.
En los seguimientos advierten de la ausencia de pruebas diagnósticas en los pacientes analizados, tanto de si efectivamente habían padecido SARS-CoV-2 como de si no lo tenían mientras fueron objeto de estudio.
Además de los citados diagnósticos, las investigaciones futuras sobre el COVID persistente deberían incluir, según los autores, grupos de control debidamente comparados; con mayor amplitud de muestras por edad, sexo, geografía, o estatus socioeconómico; datos de problemas de salud física y mental subyacentes; y mayor tiempo de seguimiento tras la infección.
Solo así, concluyen, se podrá dirigir bien la inversión sanitaria y atinar en mejores tratamientos, tanto para quienes sufren COVID persistente como para quienes tras estos síntomas esconden otras patologías.
En varias reacciones al estudio recogidas en la plataforma de recursos científicos Science Media Centre, hay varios investigadores que coinciden con la apremiante necesidad de una mejor definición de los controles y diagnóstico del COVID persistente, pero muestran su desacuerdo con que los casos de pacientes que lo sufren están sobreestimados.
“Esta afirmación no concuerda ni con la evidencia científica ni con la experiencia de la población que padece COVID persistente y de los médicos que los atienden. La evidencia de que el SARS-CoV-2 conlleva un riesgo significativo de efectos a largo plazo es abrumadora, no solo a través de estudios epidemiológicos, sino de investigaciones que han visto cambios patológicos graves y duraderos tras el COVID”, señala Michael Baker, profesor de Salud Pública de la Universidad de Otago, Nueva Zelanda.
Su colega en esta universidad, el bioquímico Warren Tate, expresa también su desacuerdo con el llamamiento a no desviar fondos valiosos hacia la COVID persistente y derivarlos a otras necesidades: “El colectivo de personas con síndromes posvirales ha sido históricamente ignorado y ha contado con recursos limitados. Mayor atención al COVID persistente tendrá beneficios para las personas que han estado viviendo con condiciones debilitantes durante muchos años”.