El lunes 27 de marzo, pasadas las nueve de la noche, Carlos fue dado por muerto. Tendido sobre el asfalto que rodea el centro del Instituto Nacional de Migración en Ciudad Juárez, fue colocado junto a decenas de hombres asfixiados. Los bomberos los habían sacado del edificio en llamas. Entre los cuerpos ya tapados, de repente, un leve movimiento. “Me desperté afuera, tenía una manta térmica en mi rostro, me la quité y levanté la mano y fue cuando dijeron ‘hay un vivo entre los muertos”, cuenta cuatro meses después este venezolano, de 31 años, que lleva el nombre ficticio de su jugador favorito, El Pibe Guadarrama. Carlos es uno de los supervivientes de una de las mayores masacres de migrantes en México. 67 hombres se quedaron encerrados con el fuego en un centro de detención federal sin que nadie les abriera la puerta: fallecieron 40 de ellos y otros 27 resultaron gravemente heridos. Este martes, por primera vez, cuentan su historia.
Por El País
Carlos es alto, atlético, dice que ya ha recuperado la mayoría de los 27 kilos que perdió desde el incendio. Licenciado en Educación Física en Venezuela, fue jugador de fútbol profesional en varios equipos de Maracaibo, su ciudad natal, y también de Bolivia, donde vivía desde 2019 con su esposa. Es ahora el ejercicio lo que lo mantiene cuerdo, con los recuerdos a rajatabla. Entra tranquilo en la sede de Ciudad de México de la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho (FJEDD), la organización que está llevando su caso y el de otros siete supervivientes de la tragedia, estrecha la mano a todos sonriente. Le cambia el semblante cuando empieza el viaje.
En febrero, Carlos y su hermana, de 25 años, salieron de Venezuela con el mismo destino que otros miles: el sueño de un trabajo en Estados Unidos. La travesía duró casi 50 días y recorrió Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, finalmente México. En mitad del camino, la selva. El Darién se ha convertido en una trampa mortal para los migrantes que atraviesan el continente, y aun así, Carlos no tiene dudas: “En la selva hay pumas, jaguares, culebras, es peligroso el río y la montaña, pero a mí me dan a elegir entre la selva o México, y denme la selva. Yo prefiero pasar mil veces la selva que atravesar México”. Ellos ingresaron por Tapachula y recorrieron el país caminando, en bus y en la Bestia, el tren que deja cada año decenas de mutilados. Pagaron el miedo y las mordidas a las autoridades mexicanas. Entraron en Juárez corriendo entre sembradíos para huir de la policía. Era final de marzo.
El cerco y la jaula
Los días eran parecidos antes de la masacre. Dos noches dormían en un hotel, que les cobraba 500 pesos (unos 30 dólares), otra en el frío de la calle y vuelta a empezar. Temprano entraban en la aplicación CBP One, la plataforma que el Gobierno de Estados Unidos ha creado para gestionar las peticiones de asilo, y siempre salían sin éxito. Cada mañana, Carlos iba a buscar el almuerzo. Caminaba toda la avenida principal para alejarse del centro hasta un puesto de una señora que tenía el arroz más barato. A veces lo acompañaba Samuel Marchena, un amigo venezolano de 29 años.
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