Salvas de cañón, los tañidos del Big Ben, una banda militar tocando marchas fúnebres, lágrimas, dolor, aplausos. Y la sensación de estar viviendo un momento histórico, único y necesario para la nación.
Fue lo que se vivió hoy en Londres cuando, en un estremecedor primer gran evento ceremonial por la muerte de Isabel II, el féretro con los restos de la llorada monarca protagonizó una impactante procesión desde el Palacio de Buckingham hasta el Palacio de Westminster. Allí, en uno de los salones más grandes y con más historia de la nación, el Westminster Hall, se instaló una capilla ardiente por la que se esperan que pasen al menos 400.000 personas durante cuatro días y medio, hasta el funeral de Estado del lunes próximo, que juntará a los grandes del planeta.
Guillermo y Harry, los hijos de Carlos III y su primera esposa, Diana Spencer, volvieron a reunirse para esta ceremonia impecable, marcada por gran pompa, tradición, bandas de guardias reales ataviadas con sus clásicos uniformes con el gorro de piel de oso y mucho orgullo patriótico, pero también una profunda tristeza. La sensación de que ya nada será como antes.
a reina –que murió a los 96 años el jueves pasado, después de 70 años en el trono– era un símbolo de unidad no sólo para los súbditos –que, emocionados, coparon el área de la procesión con banderas y flores–. Era también un símbolo de unidad, una columna, un pilar, para la ajetreada familia real.
Los escándalos, peleas, distanciamientos y problemas de las últimas décadas de los Windsor –de los cuales nadie se atreve a hablar en este momento de luto nacional–, se reflejaban de manera clara en la procesión. Solamente mirando los atuendos de los principales protagonistas de la ceremonia, los cuatro hijos y nietos de la reina, quienes iban caminando lentamente, con rostros compungidos, evidentemente emocionados, detrás del féretro de una reina amada y reverenciada, quedaban claras las “manchas” de la familia.
Carlos III, su hermana Ana, su hermano Eduardo y su primogénito Guillermo, el flamante príncipe de Gales, vestían uniforme militar de gala. Harry, que abandonó en marzo de 2020 sus deberes reales y se fue a vivir a Estados Unidos con su criticada esposa Meghan –que salió a ventilar cosas demasiado íntimas, en un “Megxit” que aquí nadie perdona–, estaba vestido con el llamado morning suit, es decir, un jaqué. Fiel reflejo de que ya no es parte de The Firm, la empresa, le impidieron ponerse su uniforme militar, aunque sí pudo ostentar medallas militares, algunas ganadas en Afganistán. Lo mismo ocurrió con su tío Andrés, que fue abucheado hace dos días en la procesión que hubo en Edimburgo, defenestrado por el escándalo por abusos a una menor relacionada con el pedófilo Jeffrey Epstein, que vistió un jaqué, también adornado con medallas, una por su participación en la guerra de las Malvinas.
En una jornada por suerte ya sin lluvia y algo de sol, en el doloroso recorrido a pie de una milla (1,6 kilómetros), rompían el silencio una banda militar, las salvas de cañón disparadas por las tropas reales desde Hyde Park, los tañidos mortales del famoso Big Ben, uno de los símbolos de la ciudad, recientemente restaurado y los helicópteros que revoloteaban en el cielo.
Aunque los británicos sueles ser hiper reservados, contenidos, entre la multitud que había esperado horas, incluso pasado la noche bajo la lluvia, para tener un buen lugar detrás de las vallas que marcaban el recorrido, la sensación era que todos querían desahogarse. Y a nadie le molestaba hablar con los periodistas. Es más, muchos parecían estar esperando que uno hiciera una pregunta para poder “vomitar” sus sentimientos de orfandad. Para poder contar de esa vez que habían podido saludar de cerca a Isabel, hablar de cuánto la querían y cuánto había significado para su vida. Había jubilados, ancianos que habían llegado en silla de ruedas, padres con sus hijos sobre sus espaldas, madres con bebés, de todas las razas y colores. Y todos coincidían en que estaban ahí, abarrotados, de pie –muchos con remeras del Jubileo de platino de la reina y banderas nacionales–, porque sentían la profunda necesidad de “estar juntos”. De “vivir todos juntos este momento de pérdida”.
“Estoy un poco sobrepasada pero es muy lindo estar aquí. Es historia, no va a volver a pasar en mi vida”, dijo a LA NACION Jackie, empleada de un hotel de la ciudad de Eastbourne, desde donde viajó en tren. “Necesitaba estar aquí por respeto a la reina, para decirle gracias y para estar con todos los demás”, sumó su colega, Joanna, de 60 años. “Es duro ponerlo en palabras porque ella significaba todo para el país y también, para el mundo”, agregó, con los ojos llorosos, pero sonriente.
Envuelto en el estandarte real –con tres leones dorados para Inglaterra, un león rojo por Escocia y un arpa para Irlanda, de colores rojo y azul–, el féretro con los restos de la reina, de roble y forrado en plomo, fue transportado por un antiguo carruaje tirado por siete caballos negros de la guardia real. La multitud levantaba los brazos con sus celulares para fotografiar su paso y, sobre todo, la corona imperial colocada en su parte superior, sobre una almohada de terciopelo violeta, junto a una simple corona de flores blancas.
En un evento meticulosamente preparado durante años –los ingleses son maestros en ceremonias de este tipo–, la procesión comenzó exactamente a las 14:22 locales, como estaba pautado. Y puntualmente el cortejo salió del Palacio de Buckingham, el mismo desde cuyo balcón la reina Isabel, como recordaban muchos de los presentes, salió a saludar a los súbditos innumerables veces a lo largo de sus 70 años de reinado, el más largo de la historia.
Quienes no lograron alcanzar la zona del Palacio de Buckingham y del Mall, avenida decorada para la ocasión por decenas de Union Jack colgadas de los mástiles, pudieron verlo en pantallas gigantes colocadas en Hyde Park y otras zonas de la ciudad.
El recuerdo del funeral de Lady Di
Mientras avanzaba el cortejo las personas más grandes, como en un dejá vu, no pudieron no evocar la procesión que tuvo lugar en septiembre de 1997, después de la muerte de Lady Di en un accidente de auto en París, a los 36 años. Entonces los dos hermanos ahora distanciados y vestidos en forma distinta, Guillermo y Harry, tenían 15 y 12 años. También esa vez caminaron en silencio, junto a su padre, pero detrás del féretro con los restos de su mamá, en un recorrido distinto. Desde el Palacio de Kensington, su residencia en ese momento, hasta la Abadía de Westminster, donde hubo un simple funeral, no uno de Estado. Entonces habían pasado sólo seis días de la muerte de Diana. Harry confesó recientemente que hubiera preferido evitar esa lacerante procesión que lo marcó a fuego. Y que, quizás, lo llevó a decirle basta a sus deberes reales.
Imposible saber los pensamientos que en los 38 minutos que duró la procesión, pasaron por la cabeza de Carlos III, de sus hermanos y de sus hijos, Guillermo y Harry, una vez más reunidos gracias a granny. Ana, que acompañó en todo momento el largo viaje de despedida de su madre, que murió en el castillo de Balmoral, Escocia, elegantísima en su uniforme militar, parecía la más conmovida.
Cuando el cortejo –formado también por otros familiares y por personal de la Casa Real– pasó cerca del Monumento dedicado a los Caídos y antes de atravesar el Arco de las Guardias Reales, la multitud estalló en un aplauso liberatorio.
Mientras tanto, en un Rolls Royce negro, la reina consorte, Camilla y la princesa de Gales, Kate, salían del Palacio de Buckingham para reunirse con sus maridos en el Palacio de Westminster, la meta final de la procesión. Esta terminó a las 15.03, tres minutos después de lo planeado, en medio de aplausos ya más fuertes y menos tímidos que los que hubo al principio. Entonces, el féretro de la reina fue llevado al hombro por ocho guardias hasta el interior del histórico y magnífico Westminster Hall y colocado sobre un catafalco montado sobre una tarima alfombrada, rodeada por cuatro altos candelabros amarillos y una cruz plateada con inscripciones en latín. En medio de bellísimos cánticos del coro de niños local. Esperaba a la familia real, evidentemente devastada por una pérdida que nadie sabe qué significará para el país en el largo plazo y para los Windsor, el arzobispo de Canterbury, Justin Welby, que ofició un breve servicio religioso. Entonces al lado de Harry estuvo Meghan Merkel, vestida de riguroso negro y capelina con encaje, –que al final se fue tomada de la mano de su marido– al igual que su concuñada Kate, que se paró al lado del heredero al trono. Fue el broche de oro de una ceremonia única, impresionante, inolvidable.